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LA CITA DEL MES: Cyrano de Bergerac

"Mais on ne se bat pas dans l'espoir du succès ! Non, non ! C'est bien plus beau lorsque c'est inutile ! "

jueves, 31 de julio de 2003

Diez años sin Balduino


La grandeza personal del rey Balduino dio nuevas alas a la institución monárquica que su padre, Leopoldo III, había desprestigiado. Balduino de Bélgica no sólo fue un gran rey; también fue un símbolo de coherencia.

Hace unos días, el pasado día 25, mientras la España oficial hacía una ofrenda al Señor Santiago en Compostela —no se sabe bien a santo de qué, si pretendemos ser un estado laico y aconfesional— la misma España oficial anunciaba que se autorizaba el uso de embriones congelados "sobrantes" para la investigación. Cada día parece más claro que Satanás no tiene cuernos ni rabo sino que ha tomado el apacible aspecto de un sabio biólogo a las órdenes de la simpática doctora Pandora, siempre tan curiosa. "Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día en que de él comieres, ciertamente morirás", dijo no se qué viejo en una famosa ocasión. Pero la ciencia moderna no está para chocheces, avanza a golpe de probeta y son tales sus progresos que pronto no quedarán frutos en el árbol, y lloverá, por fin, café en el campo. Mientras, considerablemente deprimido, reflexiono sobre estas cuestiones, caigo en la cuenta de que Balduino de Bélgica falleció en Motril, hace justo diez años, el 31 de julio de 1993. Diez años sin Balduino, el honor de Bélgica.

El rey de un país singular


Bélgica es un país pequeño con una historia grande y una cultura fascinante. Allí han nacido personajes como Maigret y los pitufos y allí viven todavía, en su castillo de Moulinsart el intrépido Tintín, con su perrito Milú, el capitán Haddock —siempre tan cascarrabias— y el profesor Tornasol. Bélgica ha dado grandes artistas, como Jacques Brel, y grandes pesimistas como Maurice Maeterlinck; y también ha producido unos cuantos premios Nobel, estupendos cocineros y un rey santo: Balduino de Bélgica. El caso de Balduino es algo raro en la historia de la Monarquía dónde los reyes santos solían manejar mejor la espada que la devoción y entendían que servir a Dios consistía básicamente en matar moros y quemar herejes.

Leopoldo III, un rey desprestigiado

A Balduino le pusieron al nacer un nombre que en español suena muy bien pero en francés fatal. Alto, tímido, marcado por aquel nombre absurdo de conde de Flandes medieval, la infancia de Balduino no fue un camino de rosas. Tenía cinco años, en 1935, cuando perdió a su madre, la reina Astrid, y diez cuando su patria fue derrotada y ocupada por los alemanes. La cruz de Balduino fue su padre, el rey Leopoldo III, que hizo todo lo que en su mano estuvo para desprestigiar la institución monárquica. En junio de 1940 la orden de Leopoldo III de rendición incondicional de las tropas belgas abrió una brecha en el frente por la que se precipitaron los alemanes. El parlamento belga en el exilio intentó destituirle y el gobierno belga, refugiado en París, proclamó que "había dejado de reinar". En 1941 Leopoldo se volvió a casar, con Liliane Baels, (foto a la izquierda) lo cual fue ocultado durante meses a los belgas que idolatraban el recuerdo de su primera mujer, la reina Astrid. Leopoldo, tras la guerra, se mantuvo prudentemente en un dorado exilio y al regresar a Bélgica, en julio de 1950, fueron tales las protestas y manifestaciones —hubo muertos en Bruselas— que se avino a una semiabdicación vergonzante. Resignaba privadamente sus prerrogativas en el joven Balduino, el 31 de julio de aquel año, pero conservaba el título de Rey. El 11 de agosto Balduino fue jurado como "Príncipe Real" y Lugarteniente del Reino por el Parlamento. Durante esa jura el secretario del Partido Comunista belga, Julien Lahaut, dio vivas a la República: fue asesinado siete días después. Leopoldo siguió molestando hasta que, por fin, en julio de 1951 abdicó totalmente en Balduino.

Todo esto dará una idea del desprestigio al que había llegado la monarquía belga en el momento en que un joven y tímido Balduino, con veinte años, tomó las riendas de aquella hermosa nación.

Un reinado de cambios

Bajo su reinado Bélgica cambió mucho: perdió el Congo, fue cofundadora de la Comunidad Europea y en 1993 se dio una estructura federal dividiéndose el país en tres comunidades: Flandes, Valonia y Bruselas. Con tacto, paciencia e inteligencia, Balduino interpretó su papel de Rey y moderador de la cosa política. Y sin duda hubo cosas que le disgustaron, pero se las calló. Balduino, rey constitucional y respetuoso de la ley disfrutaba de escaso margen de maniobra, a la hora de expresar su voluntad y una de las pocas decisiones que tomó por sí mismo fue la de casarse con quien le dio la real gana. Eligió a la española Fabiola de Mora, que a lo largo de tantas tormentas le apoyó en todo momento. Aquel matrimonio ejemplar y dignísimo no tuvo la dicha de tener hijos, y por eso se dedicó a los niños de los demás, la protección de la infancia y las obras de caridad. El ejemplo de doña Fabiola, 75 años de distinción, es todo un alegato a favor de los matrimonios morganáticos.

Balduino ante el aborto

Balduino mostró siempre su respeto por la ley pero hubo algo con lo que no transigió. El 29 de marzo de 1990 los diputados belgas aprobaron una ley que despenalizaba el aborto en Bélgica. Y aquello a Balduino no le gustó. Se trataba de una ley particularmente odiosa para una pareja real que quiso y no pudo tener hijos... Como en todas partes, en Bélgica el jefe del Estado ha de sancionar las leyes. Balduino dijo que él no firmaba aquella ley, y punto final. Intentaron convencerle pero no hubo forma. Los más acrisolados bonzos de la política belga y sus mejores juristas desfilaron uno tras otro por Palacio, a ver si conseguían que el rey diera su brazo a torcer; se barajaron fórmulas, se hicieron mil quinielas. Al final se adoptó una solución de compromiso: el 4 de abril Balduino dimitía y en virtud del artículo 82 de la Constitución belga el Consejo de Ministros asumía la Regencia y firmaba la ley del aborto. El día 5 se reunió el Parlamento belga y por 245 votos a favor y 93 abstenciones Balduino volvía de nuevo a ser Rey.

Al final Balduino se salió con la suya y consiguió no firmar aquella ley. El trono belga estuvo vacante durante 36 horas, gloriosas horas, si se piensa bien. Podrán todos los juristas de la tierra clamar al cielo y criticar una postura anticonstitucional. Tendrán razón, claro, pero ya se conoce el dicho: el corazón tiene razones que la razón no entiende y por mucho respeto que se le tenga a la Ley, hay momentos en que las personas han de hacer algo, aunque sólo sea un gesto, para marcar su distancia con la maldad del mundo. Balduino quizás no fue un monarca perfecto en el sentido que cabe dar a los textos constitucionales. Quizás hizo mal, a los ojos de la ley, al negarse a asumir su papel de real títere. Se rebeló contra su destino, contra sus obligaciones, contra sus deberes legales. Hizo mal, sin duda, pero tampoco hizo bien Sócrates en beber la cicuta e hizo mal Jesucristo en escandalizar al Sanedrín. ¿O no?

Reyes hay muchos, hombres muy pocos

Lo cierto es que cuando murió Balduino toda Bélgica se sintió conmovida. Y en todo el mundo, las embajadas belgas vieron cómo ciudadanos de a pie que nada teníamos que ver con Bélgica acudíamos en masa a firmar en los libros de pésame. El honor nada sabe de partidos así que los sinceros apologistas del aborto libre y los honestos republicanos belgas tuvieron el buen gusto de saludar en la muerte de Balduino al hombre, que no sólo al Rey, porque reyes hay muchos, pero hombres muy pocos.

Luis Español Bouché
Artículo difundido en la web Corona Española

domingo, 13 de julio de 2003

Los reyes naturales


La constitución española, al proclamar la igualdad de los hijos, cualquiera que sea su filiación, permitiría que fueran llamados a reinar los hijos naturales de nuestros monarcas y príncipes

El 30 de junio de 1833, hace exactamente 180 años, la futura Isabel II era jurada como Princesa de Asturias. Aquella jura fue uno de los últimos actos que quiso el rey Fernando VII, para afianzar la posición de su hija. Los obscuros acontecimientos de la Granja, meses antes, a punto estuvieron de acabar con los derechos de la joven infantita, y poco tiempo después de aquella jura moría el rey Fernando y el carlismo se echaba al monte, iniciando un siglo de confrontaciones civiles. En consecuencia, nada menos baladí, para nuestro Estado, que es una monarquía, que el tema de la sucesión a la corona.

La igualdad de los hijos amparada por la Constitución


Hace años, en un libro cuidadosamente silenciado, abordé un asunto del que se habla poco pero que importa mucho a la estabilidad de nuestra monarquía y por lo tanto de nuestro sistema político: el hecho de que con la Constitución en la mano, los hijos naturales de los miembros de la Real Casa estén equiparados en derecho con los demás príncipes. No hace falta ser un profundo tratadista para comprender que, por su propia naturaleza, a la monarquía le interesa ofrecer estabilidad. Imagínese lo que supondría trastocar el orden sucesorio cada vez que una persona demostrase su filiación natural con el monarca. Se trataría de algo profundamente desestabilizador para un sistema cuya virtud, de tener alguna, reside en la claridad. Además, existe un problema de educación: es bueno que la persona que puede llegar a ceñir la Corona reciba una educación conforme a sus posibles obligaciones.
La sucesión de la Corona española ¿ha de ser necesariamente la legítima? Puesto que el actual Derecho Civil ha equiparado a los hijos naturales y a los legítimos, ¿con qué argumentos se podría negar la Corona a un hipotético hijo natural de un rey de España? Porque desde luego la tradición de la monarquía no es ningún principio legal. Y sería difícilmente comprensible, en términos de equidad, que pudieran ser llamadas a reinar personas nacidas de un matrimonio morganático —contra la costumbre de los últimos 225 años— y que se mantuviera apartados de la Corona a los vástagos ilegítimos. Dado que la vigente Constitución deroga toda disposición que se le oponga, resulta también pueril pretender aplicar una normativa preconstitucional en contra de lo que la Constitución rige, puesto que en el artículo 39 de nuestra magna carta se dicta lo siguiente, en lo que no es precisamente un modelo de buen castellano: "2. Los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección integral de los hijos, iguales éstos ante la ley, con independencia de su filiación, y de las madres, cualquiera que sea su estado civil. La ley posibilitará la investigación de la paternidad (...)"

Monarcas bastardos

Desde luego, nadie negará que en España siempre ha existido simpatía hacia los hijos naturales y personajes como el Jeromín del padre Coloma o el Bernardo del Carpio, del Romancero, han dejado su huella en nuestra literatura. Tampoco nos debiera asombrar la posibilidad de que reinara un hijo natural, que no sería la primera vez en la historia de España: ¿quiénes fueron los sucesores de Alfonso XI? ¿cómo llegó al trono la casa de Trastámara? También vienen de líneas bastardas las casas de Aviz y de Braganza o la de los duques normandos que reinaron en Inglaterra.

Si se diera el caso de que un Rey de España —o su sucesor— tuviera un hijo natural, ¿qué ocurriría con la Corona? La Constitución me parece taxativa al respecto: el hijo, se trate de un varón o de una hembra, se convertiría en el heredero virtual de su padre, y que el Rey o el Príncipe lo reconocieran en el momento o más tarde, motu propio o a través de la oportuna sentencia judicial, lo mismo da. En consecuencia, habrá que tomar el toro por los cuernos y plantearse la necesidad de revisar la propia Constitución.
Como si no fueran suficientes las dificultades, las nuevas tecnologías en el campo de la biología amenazan con hacer saltar por los aires no ya los principios de la Monarquía sino los fundamentos mismos de la familia tradicional y exigirán en un futuro inmediato la revisión de numerosos principios del Derecho Civil. Aldoux Huxley se ha quedado corto. En breve, con material genético robado —un cabello tomado de un cepillo, una muestra de saliva— se van a poder crear seres humanos, hijos nuestros, sin que expresemos ningún consentimiento al respecto. Y un niño no es un disco compacto, no puedes destruir la copia pirata... Que todas estas posibilidades sean ilegales, no significa que no sean posibles y hemos de tenerlas en cuenta.
En su día transmití estas inquietudes a las correspondientes autoridades, pero me temo que no se ha hecho nada al respecto. El Título II de nuestra Constitución se pensó mal, se redactó mal y tiene más de un fleco cargado de amenazas. Cuando hace un mes nos enteramos de que don Leandro Ruíz-Moragas ha visto reconocida ante los Tribunales su filiación —ahora se llama Leandro de Borbón—, no he podido dejar de meditar acerca de nuestra tradicional incuria, que consiste en esperar cuidadosamente a que los problemas estallen en lugar de tomar medidas adecuadas.

Insuficiente regulación constitucional

¿Qué le podríamos pedir a una buena Ley de Sucesión de la Corona? Entre otras cosas, procurar que se sepa quién puede ser llamado a la sucesión; y procurar que los presuntos herederos reciban una educación congruente con su posible destino.

De todos modos, todo lo relativo a filiaciones naturales parece hipotecado, como ya hemos subrayado, por el desarrollo de las nuevas tecnologías biológicas.
En relación con este asunto, sería deseable que las Cortes no demorasen durante más tiempo el necesario debate sobre la Monarquía y su futuro. Y un debate de verdad, que no se reduzca al íntimo pasteleo de obscuras comisiones. La demanda de don Leandro y la lógica sentencia subsiguiente nos recuerdan la urgencia de aclarar cualquier duda sobre la Sucesión a la Corona con una ley bien redactada y alguna dosis de sentido común. Si las Cortes prescinden de esa estricta obligación, otros serán los foros en que se discutirá acerca de la cuestión, y no precisamente los más adecuados.

Luis Español Bouché
publicado el 13.07.2003 en El Adelantado de Segovia

Este artículo se reproduce casi íntegro en la obra de Leandro de Borbón Ruiz, De bastardo a Infante de España, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004, ISBN 84-9734-194-5, págs. 170-172.

sábado, 5 de julio de 2003

Juan Balansó: in memoriam

La muerte de Juan Balansó deja un hueco difícil de llenar en el campo de la bibliografía sobre Casas Reales.

La noticia de la muerte de Juan Balansó me ha sorprendido. Llevaba año y medio sin noticias suyas y no sabía que estaba enfermo. Juan tenía un círculo de amistades íntimas al que yo no pertenecía y nuestras relaciones consistían en vernos una o dos veces al año con ocasión de la salida de algún libro. Le dábamos a la hebra tres o cuatro horas seguidas, hablando de todo y de nada, y luego nos despedíamos. Su generosidad tenía en cuenta la diferencia entre nuestros recursos, y si tomábamos café invitaba yo y si era una comida invitaba él. Nuestras conversaciones eran muy interesantes porque no estábamos de acuerdo en casi nada, y nos tomábamos el pelo. Lo que más recuerdo de Juan son su sonrisa deslumbrante, casi carnicera, y su risa, una risa espontánea, aguda, y echando la cabeza para atrás. Juan sabía buscar el lado divertido de las cosas y me acuerdo, también, de sus carcajadas, cuando le entregué su título de caballero de la Real, Antigua y Muy Estupenda Orden del Santo Prepucio...

Periodista, relaciones públicas, escritor e historiador

De profesión, Juan era periodista y relaciones públicas. Conocía a fondo el mundo de la prensa y se movía como pez en el agua entre los distintos medios y las editoriales. Sus libros eran los de un periodista, con sus aciertos y sus defectos: si, de una parte, sólo en ocasiones recogía sus fuentes, de otra parte sabía destacar aquello que al público le podía interesar o entretener más. Sus libros tampoco tienen nada que ver con la llamada prensa rosa; estaba en otro nivel y más de una vez anduvo sumergido en archivos como el de Parma o en la Biblioteca Nacional. Dudo mucho que los historiadores profesionales o los tratadistas de derecho constitucional supieran tanto como Juan Balansó de temas como la casa de Parma, o de la monarquía en general. Su amor por la Historia le llevó a amasar una riquísima biblioteca en su piso de Madrid, plagado de recuerdos. Se podrá estar de acuerdo o no con sus escritos, —él mismo cambiaba de opinión y de actitud— pero nadie podrá reprocharle falta de valor, porque dijo siempre lo que quiso decir, y no le preocupaba a quién iba a molestar. Y me consta que molestó a muchos. Eso no fue óbice para que fuera capaz de guardar un secreto, durante años, o de cumplir una palabra dada.
La muerte de Juan deja un hueco difícil de rellenar, aunque imagino que otros estarán ya sacando brillo al teclado del ordenador, con la pretensión de sucederle en los éxitos de ventas. Porque Balansó consiguió entretener a un amplio público sobre cuestiones que, al fin y al cabo, no debieran interesar más que a un puñado de especialistas. Él era uno de los pocos supervivientes del joven equipo de talentos surgido alrededor de Historia y Vida. Con un libro al año en los últimos diez años, el éxito de Balansó ha sido perenne y se cuentan por cientos de miles los ejemplares que ha vendido en ese periodo.
Juan tenía un estilo mutable, ora desmelenado, ora repeinado, pero siempre entretenido. Le aconsejé que intentara escribir alguna novela, aunque fuera con seudónimo, porque en sus últimos trabajos se le escapaban elegancias literarias, de las que vale la pena reproducir un ejemplo: "sin haber perdonado a Inés lo que nunca se había rebajado a reprocharle"; "vivía sus enclaustrados amores prohibidos en un recoleto palacio, lugar de delicia, aunque prisión de silencios"; "El prelado adoraba los gatos, Ana los perros, y sus relaciones estaban en consonancia".

Un huérfano sentimental
 Juan no me hablaba de sus preocupaciones íntimas. Bueno, me contó una vez que era huérfano, y me consta que aún tomando sus distancias con el catolicismo, nunca renegó de su fe y compartía mi entusiasmo por la Compañía de Jesús. La religión no le era ajena, y, como su compatriota en lo catalán y en lo madrileño, Luis Carandell, dedicó más atención de la usual a la muerte. A Juan le preocupaban algunas sepulturas, sin duda porque estudió con atención y cariño la trayectoria de los sepultados, a los que revivió en sus escritos. Se fijaba en el desinterés de los vivos por los viejos y por los muertos y recogió la desolación del final de Isabel de Borbón, La Chata, en París. También reprodujo en alguno de sus libros que se molestó en depositar unas flores ante el sepulcro florentino de una Bonaparte, hija del Intruso. Siempre resulta honorable preocuparse por aquellos que ya no existen pero que en su día fueron mozos y mozas llenos de fuerza y ambición y ganas de vivir. Descanse en paz.

Luis Español Bouché
Publicado el 5.07.2003 en El Adelantado de Segovia