Sí, mi peor enemigo soy yo y tú peor enemigo eres tú. Pero también hay otro Enemigo, con mayúscula, y Benito 16 se refirió a él sin tapujos. Y las palabras del Papa Benito me han recordado un discurso de Pablo VI.
Es un discurso que molesta a los pseudo-progres que quieren pensar que el Mal no es ninguna persona sino un nombre para nuestras debilidades y errores, y también molesta a los carcas porque no se ajusta al cliché que quieren dar de Pablo VI.
El discurso es fascinante, recuerda la Doctrina respecto de Satanás, el Adversario, y los demás demonios. Da algunas indicaciones acerca de cómo detectar lo maligno más allá de lo meramente malo. Finalmente nos proporciona esperanza: el Demonio no debe darnos miedo. Pablo VI, al final de su discurso, detalla las claves para evitar la influencia del Malo: oración y ascesis. La inocencia es la mejor arma contra el Enemigo.
Audiencia General
15.11.1972
"¿Cuáles son hoy las mayores necesidades de la Iglesia? No os parezca simplista, o incluso supersticiosa o irreal, nuestra respuesta: una de las necesidades mayores es defendernos de ese mal que se llama Demonio.
Antes de aclarar nuestro pensamiento invitamos al vuestro a abrirse a la luz de la fe sobre la visión de la vida humana, visión que desde este observatorio se amplía desmesuradamente y penetra en singulares profundidades... Y en verdad, el cuadro que estamos invitados a contemplar con realismo global es muy bello... Es el cuadro de la creación, la obra de Dios, que Dios mismo, como espejo exterior de su sabiduría y de su potencia, admiró en su substancial belleza,
(Gen 1,10)
Después es muy interesante el cuadro dramático de la humanidad, de cuya historia emergen la de la redención, la de Cristo, la de nuestra salvación con sus hermosos [stupendi] tesoros de revelación, de profecía, de santidad, de vida elevada a nivel sobrenatural, de promesas eternas", (
Ef. 1,10).
Sabiendo mirar este cuadro, resulta imposible no quedar encantado (S. Agustín,
Soliloquios): todo tiene un sentido, todo tiene un fin y todo deja entrever una Presencia-Trascendencia, un Pensamiento, una Vida y finalmente un Amor, por lo que el universo, por lo que es y por lo que no es, se presenta a nosotros como una preparación entusiasmante y embriagadora [inebriante] para algo todavía más bello y más perfecto. (1
Co 2,9; 13,12;
Rom 8,19-23)
La visión cristiana del cosmos y de la vida es por tanto triunfalmente optimista; esta visión justifica nuestra alegría y nuestro agradecimiento de vivir, así que celebrando la gloria de Dios cantamos nuestra felicidad (Cf. El
Gloria de la Misa)
La enseñanza bíblica
Pero ¿es completa esta visión? ¿es exacta? ¿Acaso no importan las deficiencias que hay en el mundo? ¿las disfunciones del mundo respecto a nuestra propia existencia? ¿el dolor, la muerte, la maldad, la crueldad, el pecado: en una palabra, el mal? ¿y no vemos cuánto mal hay en el mundo? ¿especialmente cuánto mal moral, es decir simultáneamente aunque diversamente, contra el hombre y contra Dios? ¿Acaso no es esto un triste espectáculo, un misterio inexplicable? ¿Y no somos nosotros, precisamente nosotros, seguidores del Verbo, los cantores del Bien, nosotros creyentes, los más sensibles, los más turbados por la observación y la experiencia del mal? Lo encontramos en el reino de la naturaleza, donde tantas manifestaciones suyas nos parece que denuncian un desorden. Después lo encontramos en el ámbito humano donde hallamos la debilidad, la fragilidad, el dolor, la muerte, e incluso cosas peores, una doble ley contrastante, una que quisiera el bien y la otra por el contrario vuelta hacia el mal, tormento que S. Pablo mete en humillante evidencia para demostrar la necesidad y la ventura de una gracia salvífica, de la salvación traída por Cristo (Rom 7); ya el poeta pagano había denunciado este conflicto interior en el corazón mismo del hombre: "video meliora, proboque, deteriora sequor» (Ovidio Met 7,19) [veo lo mejor, lo apruebo, y elijo lo peor]
Encontramos el pecado, perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte porque es separación de Dios, fuente de la vida, (Rom 5,12), y después, a su vez, ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en nuestro mundo de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es por tanto sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa.
Se desmarca de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien rechaza reconocerla como existente: y también quien hace de esto un principio en si mismo, no teniendo él mismo, como toda criatura, origen en Dios; incluso la explica como una seudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras malas obras. El problema del mal, visto en su complejidad y en su absurdidad respecto a nuestra unilateral racionalidad, deviene en obsesión. Ello constituye la dificultad más fuerte para nuestra inteligencia religiosa del cosmos. Por eso S. Agustín sufrió durante años: "Quaerebam unde malum, et non erat exitus", Yo buscaba de donde proviniese el mal y no encontraba explicación (Confesiones VII, 5,7,11, etc. P L. 32, 736, 739).
Aquí vemos la importancia de advertir el mal para nuestra correcta comprensión cristiana del mundo, de la vida, de la salvación. Primero en el desarrollo de la historia evangélica al principio de la vida pública: ¿Quién no recuerda la página densísima de significados de la triple tentación de Cristo? Después en tantos otros episodios evangélicos, en los cuales el Demonio se cruza en el camino del Señor y figura en sus enseñanzas (Mt 12,43). ¿Y cómo no recordar que Cristo, refiriéndose tres veces al Demonio, como su adversario lo llama «príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11)?
La amenaza [incombenza] de esta nefasta presencia es señalada en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento. S. Pablo lo llama “el dios de este mundo"( II Co 4,4) y nos pone sobre aviso acerca de la lucha contra las tinieblas, que nosotros los cristianos debemos sostener no contra un solo Demonio, sino contra una pavorosa pluralidad: «Revestíos, dice el Apóstol, con la armadura de Dios para poder afrontar las insidias del diablo, porque nuestra lucha no es solamente contra seres de carne y hueso sino contra los Principados y las Potestades, contra los soberanos de las tinieblas, contra los espíritus malignos del aire" (Ef. 6,11-12)
Diversas citas evangélicas nos indican que no se trata sólo de un Demonio, sino de muchos (Lc11,21;Mc 5,9), pero uno es el principal: Satanás, que quiere decir El Adversario, el enemigo; y con él, muchos, todos ellos criaturas de Dios, pero caídos porque se rebelaron y están condenados. (Cf. Denz Sch 800-428); todo un mundo misterioso desbaratado por un drama desgraciado, del que conocemos muy poco.
El sembrador oculto de errores
Sin embargo conocemos muchas cosas de este mundo diabólico, que se relacionan con nuestra vida y con toda la historia humana. El Demonio está en el origen de la primera desgracia de la humanidad; él fue el tentador taimado y aciago del primer pecado, el pecado original (Gen 3; Sb 1,24). De aquella caída de Adán, el Demonio adquirió un cierto poder sobre el hombre, del que sólo la redención de Cristo nos puede liberar. Es historia que aún dura; recordemos los exorcismos del bautismo y las frecuentes referencias de la Sagrada Escritura y de la Liturgia a la agresiva y opresora "potestad de las tinieblas" (Lc 22,23; Col 1, 13)
Es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos por eso que éste ser oscuro y perturbador existe verdaderamente, y que con astucia traidora actúa; es el enemigo oculto que siembra errores y desventuras en la historia humana. Recordemos la parábola evangélica reveladora del grano bueno y de la cizaña, síntesis y explicación de la absurdidad que siempre preside nuestras vicisitudes contrastantes: Inimicus homo hoc fecit" (Mt 13,28). Es "el
homicida desde el principio... y padre de la mentira", como lo define Cristo (Jn 8,44-45); es el adversario sofístico [insidiatore sofistico] del equilibrio moral del hombre.
Es él el pérfido y astuto encantador, que sabe insinuarse en nosotros, por la vía de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de desordenados contactos sociales en el juego de nuestro obrar, para introducirnos desviaciones, tanto más nocivas cuanto conformes a la apariencia de nuestras estructuras físicas o psíquicas, o de nuestras instintivas y profundas aspiraciones.
Este tema sobre el Demonio y el influjo que él ejercita sobre los individuos, sobre las comunidades, sobre sociedades enteras, sobre acontecimientos es un capitulo muy importante de la Doctrina Católica que se debe estudiar de nuevo, a pesar de que hoy se le da poca importancia.
Algunos piensan encontrar en los estudios sicoanalíticos y siquiátricos o en experiencias espiritistas -hoy por desgracia demasiado difundidas en algunos países- una explicación [compenso] suficiente. Hay quien teme recaer en viejas teorías maniqueas o en pavorosas divagaciones fantásticas y supersticiosas. Hay quienes prefieren mostrarse fuerte y sin prejuicios, positivistas, salvo para hacer suyas tantas patrañas [ubbie] mágicas o populares, o peor aún, para abrir su propia alma - ¡su propia alma bautizada, visitada tantas veces por la presencia eucarística y habitada por el Espíritu Santo!- a las experiencias licenciosas de los sentidos y a aquellas deletéreas de los estupefacientes, como también a las seducciones ideológicas de los errores de moda, fisuras éstas a través de las cuales el Maligno puede fácilmente penetrar y alterar la mente humana. No decimos que todo pecado sea debido directamente a la acción diabólica (S. Th. 1,104,31) pero también es verdad que
quien no vigila con cierto rigor sobre si mismo (Mt 12,45; Ef 6,11) se expone al influjo del "Mysterium iniquitatis", al que S. Pablo se refiere (II Ts 2,3-12) y que vuelve problemática la posibilidad [alternativa] de nuestra salvación.
Nuestra doctrina se vuelve incierta, oscurecida como está por las tinieblas mismas que circundan al Demonio. Pero nuestra curiosidad, excitada por la certeza de su profusa presencia [esistenza molteplice], se hace legítimamente dos preguntas:
¿Cuáles son los signos de la presencia diabólica? y ¿Cuáles son los medios de defensa contra tan insidioso peligro?
La presencia de la acción del Maligno
La respuesta a la primera pregunta impone mucha cautela, aunque los signos del Maligno nos parezcan muy evidentes (Cf. Tertuliano, Apol 23).
Podemos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios es radical, sutil y absurda, donde la mentira se afirma hipócrita y potente, contra la verdad evidente, donde el amor se ha apagado a causa de un egoísmo frío y cruel, donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (1 Co 16,22; 12,3), donde el espíritu del Evangelio es adulterado y desmentido, donde la desesperación se afirma como la última palabra, etc. Nos no nos atrevemos a profundizar ni emitir diagnósticos en un asunto tan amplio y difícil pero no por ello privado de dramático interés, al cual también la literatura moderna ha dedicado páginas famosas (Cf. Las obras de Bernanos, estudiadas por Ch. Moeller Littérature du XX siècle,I, Pag 397 ss; P. Macchi Il volto del male di Bernanos: satan; Études Carmélitaines, Desclée de Br. 1948)
El problema del mal aparece como uno de los más grandes y permanentes problemas para el espíritu humano, incluso después de la respuesta victoriosa que nos da Jesucristo:
"Nosotros sabemos que hemos nacido de Dios, y que todo el mundo ha sido puesto bajo el Maligno"(I Jn 5,19).
Nuestra defensa
A la otra pregunta: ¿Qué defensa, qué remedio poner a la acción del Demonio? La respuesta es más fácil formularla que ponerla en práctica. Podremos decir:
Todo lo que nos defiende del pecado, nos defiende por ello mismo del enemigo invisible. La gracia es la defensa decisiva. La inocencia asume un aspecto de fortaleza y después cada uno recuerda lo que la pedagogía apostólica había simbolizado en la armadura de un soldado, las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (Rom l3,12; Ef 6,11.14.17; 1 Ts 5,8). El cristiano debe ser militante, debe ser vigilante y fuerte (I Pe 5,8); y a veces debe recurrir a algún ejercicio ascético especial para alejar ciertas incursiones diabólicas;
Jesús así lo enseña indicando el remedio «en la oración y el ayuno" (Mt 9,29 ). El Apóstol sugiere la línea maestra a tener en cuenta: "no os dejéis vencer por el mal, antes bien, venced al mal con el bien" (Rom 12,21; Mt 13,29).
Con la certeza de las adversidades presentes en las que hoy las almas, la Iglesia, el mundo se encuentran, nosotros buscamos dar sentido y eficacia a la acostumbrada invocación de nuestra principal oración: «Padre nuestro... líbranos del mal». A todo esto coadyuda también nuestra Bendición Apostólica.