La historia de La Granja es la historia de nuestra Corona, la historia de nuestra Casa de Borbón, la historia, por tanto, de trescientos años de España.
A principios del siglo XVIII —el siglo de la Monarquía por antonomasia, el siglo de los despotismos ilustrados— no había ordenadores ni satélites ni fútbol ni televisión, pero se trabajaba rápido y bien. Prueba de ello es que en 1720 Felipe V compró a los frailes jerónimos del Parral los terrenos de su granja y terrenos colindantes, en la villa de San Ildefonso, y no habían transcurrido seis años cuando se levantaba allí un hermoso palacio, proyecto de Teodoro Ardemáns, rápidamente habilitado para que pudieran vivir en él los Reyes. Felipe V e Isabel de Farnesio se trasladaron a La Granja cuando les fue posible, y allí nació el 11 de junio de 1726 la infanta María Antonia, malograda Delfina de Francia, a la que casaron con el primogénito de Luis XV. Le seguirían muchos otros Infantes a lo largo de la historia, y el último en nacer allí, hace ahora 90 años, era hijo de un Rey, don Alfonso XIII y padre de otro Rey, don Juan Carlos I, pero nunca llegó a ser Rey. Hablamos, claro está, de don Juan de Borbón.
20 de junio de 1913
A la una y media de la noche del día 20 de junio de 1913, una inocente criatura dejaba el confortable abrigo del vientre materno y recibía del ya anciano Conde de San Diego —eximio obstetra y médico de la Real Cámara— el consabido azote en la nalga, echando a la vez su primera lágrima y su primer aliento: ¡el mundo no es ninguna broma! No sería éste el único azote en su vida; años después recibiría alguno más en la escuela naval de Dartmouth, donde aprendió su oficio de marino bajo la férula de la disciplina inglesa. Y la vida se encargó de propinarle mayores disgustos que unos azotes: su padre fue destronado así que él y su familia pasaron la mayor parte de su vida en el exilio; el matrimonio de sus padres hizo aguas; su hermano mayor, don Alfonso, y el más pequeño, don Gonzalo, eran hemofílicos, y su otro hermano varón, don Jaime, sordomudo; de sus dos hijos varones el más pequeño murió trágicamente, jugando con una pistola; hijo de Rey y padre de Rey, la voluntad del general Franco lo excluyó a él del trono; fue traicionado incansablemente por sus propios partidarios e insultado incansablemente por sus adversarios; para salvar su dinastía tuvo que entregar, como los antiguos Atridas, su propio hijo en holocausto a su peor enemigo; y el final de su vida se encargó de amargárselo un largo y doloroso proceso cancerígeno. Pero todo esto vino después...
Volvamos a La Granja, hace 90 años. A los pocos minutos de nacer el sexto vástago de Sus Majestades, se izaba la bandera en el mástil del palacio, y se colocaba un farol rojo en su fachada del principal. Esa fue la señal esperada para que una batería del regimiento de guarnición en Segovia emplazada en Las Peñitas iniciara la salva de 21 cañonazos reglamentarios que despertó a los pacíficos habitantes de San Ildefonso anunciándoles que la Reina había alumbrado un varón.
Ceremonial
Seis años antes Alfonso XIII había firmado el Decreto fijando las normas de ceremonia ante el entonces inminente alumbramiento del primer retoño de la Reina Victoria Eugenia, que sería el malogrado infante don Alfonso. El decreto, —reproducido por don Enrique Juncedo Avello, de quien tomamos muchos datos— especificaba en su artículo primero que "Asistirán a la presentación del Príncipe de Asturias o de la Infanta que nazca los Ministros de la Corona, los Jefes de Palacio, los Presidentes de cada uno de los Cuerpos Colegisladores, los Comisionados de Asturias, una Comisión de dos individuos nombrados por la Diputación de la Grandeza, los Capitanes Generales del Ejército, los Caballeros de la Insigne Orden del Toisón de Oro [...]" Mucha gente, desde luego, a la que se advirtió del nacimiento del Infante y que estaba presente en el salón llamado pieza de música a las ocho de la mañana cuando —según escribe González Doria— "apareció Alfonso XIII llevando en los brazos, sobre un cojín de terciopelo granate, la figura del Infante recién nacido, y con su habitual desenvoltura lo fue mostrando a todos diciendo, sencillamente: aquí tenéis a un Infante, que acaba de presentarse".
Cinco días después el infantito recibía el bautismo de manos de don Jaime Cardona y Tur, Patriarca de Indias y obispo de Sión, en un altar portátil instalado el centro del Salón del Trono cuyo elemento más notable era la pila de Santo Domingo de Guzmán que en numerosas ocasiones ha contenido el agua traída del río Jordán con la que se hacen cristianos los Infantes de España, que por algo el Rey de España es también Rey de Jerusalén. Recibió los nombres de Juan, Carlos Teresa, Silverio y Alfonso.
Hijo de rey y padre de rey
Noventa años no parecen muchos si consideramos la vida de un hombre que nació justo antes de la I Guerra Mundial y cuyo destino está intrínsecamente ligado al de nuestro país. Hijo de Rey, padre de Rey, don Juan no reinó más que en los sellos privados o los puños de camisa de algunos monárquicos impenitentes, tan valientes como escasos, que se complacían en lucir en sus botones el "J III", la insignia de Juan Tercero. Todavía guarda mi padre los suyos...
Don Juan no era el primero de sus hermanos en nacer en el Real Sitio de San Ildefonso; le habían precedido, siempre en el mes de junio, los Infantes don Jaime (23 de junio de 1908) y doña Beatriz (22 de junio de 1909), recientemente fallecida. Sólo en ocasiones volvió a poner los pies en San Ildefonso. Una de esas ocasiones la tuvo —recién cumplidos los 12 años— el 28 de junio de 1923, cuando la Diputación Provincial de Segovia entregó los nombramientos de hijos predilectos de la Provincia a los tres infantes nacidos en la Granja: don Jaime, doña Beatriz y don Juan.
La real ausencia
Me gustaría decir que de alguna forma quedó marcado don Juan por sus orígenes, pero esto resultaría falsísimo. Don Juan estaba enamorado del mar y ni la más poética imaginación podría ordeñar de nuestras sierras y de nuestro claro cielo segoviano la imagen del océano, como no sea la visión de la meseta desde los altos de las Dos Castillas; porque en estas provincias castellanas la tierra es nuestro mar y las ciudades son islas aisladas unas de otras por leguas de yermos y cultivos.
Don Juan no fue muy asiduo de la Granja. Las vacaciones solía pasarlas en San Sebastián o Santander. Luego, de 1931 a 1975 España no tuvo Rey. Cuarenta y cuatro años sin Rey, para un Real Sitio, no es ninguna bicoca. Se podría escribir mucho acerca de la decadencia de El Escorial, La Granja o Aranjuez durante aquellos años. Y es que con Constitución o sin ella, la presencia regia es la presencia del poder, de la tradición y de la historia. Dónde los reyes van, se desplaza la función del poder, en invierno Baqueira y en verano Mallorca. No deja de ser sintomático que durante los años en que en España no hubo función real desapareciera el único teatro de La Granja, como si por falta de actores se hubiese suspendido la velada.
Luis Español Bouché