Hoy quiero hablaros de mis más fieles amigos, que son como yo mismo o, mejor dicho, son yo mismo, verdaderas partes de mí, mis cachos íntimos, mis entresijos.
Les tengo tanto cariño que estos días no leo la prensa, y así no me entero. Hay que cuidarse. Y es que decía Guareschi que hay
cosas que el cerebro entiende pero el hígado no; y yo le tengo mucho
cariño a mi hígado, nos hacemos compañía desde hace muchos años, y nos
pasamos el día juntos. Con los años
aprecias más esos fieles compañeros de celda que,
contrariamente a las mujeres o los amigos, nunca te abandonan.
Por ejemplo, le
tengo mucho respeto a mis cañerías internas, esos humildes pero eficaces intestinos que extraen lo mejor de cada alimento y no dan ninguna lata; amo mucho a mi valiente estómago,
cementerio vivo de vete tú a saber cuántas piscinas de leche, cuantos
rebaños de vacas y terneras, cuantas piaras de gorrinos, cuántos
bosques de lechugas, cuántas arrobas de judías, garbanzos y macarrones, pozo sin fondo, agujero negro de insaciable
apetito.
Le brindo verdadero afecto a
mis pequeños pero eficacísimos riñones, que cumplen admirablemente su función; calculo
que desde que Dios tuvo la ocurrencia de ponerme en este mundo, he debido evacuar cerca de treinta metros cúbicos de doradas aguas, mi pequeño Río Amarillo
particular, el Hoang Ho de Luis. Treinta metros cúbicos es una piscina de chalecito.
Tengo, ya lo he
dicho, auténtica reverencia por mi hígado, y también por mis pulmones, y
por el pobre corazón que late todos los días más de ochenta mil veces, y
no falla nunca... El día en que falle, no me enteraré porque unos segundos después, dejaré de
estar.
Le tengo un gran amor a mi
culo, esa carnosa y firme almohada que llevo incorporada, que me permite
sentarme durante largas horas delante del ordenador para escribir
idioteces.
Mis piernas son
admirables, puedo andar kilómetros y kilómetros con ellas y me sostienen
peñas arriba o peñas abajo a pesar de mi nada modesto tonelaje.
Le
estoy muy agradecido a la vertebral columna que me sostiene sobre la base firme de mis
enormes peanas. Tengo mucho cariño a mis callosas rodillas, mis codos, mi cuello, mi páncreas,
mi píloro, mi bazo y hasta a mi ombligo, que todavía no le he visto
utilidad pero algún día la averiguaré.
Por gustarme me gusta hasta Ulises, compañero inevitable de correrías, y traidor ocasional,
que aunque no me sirve para nada, algo de compañía sí me hace; Ulises tiene
ideas propias, un gran sentido de la independencia y el pobre cacarea por la
mañana golpeándose el pecho como Tarzán, o se cimbrea cual elegante palmera, inútilmente, dicho sea de paso; pero el muy capullo todavía no
se ha enterado...
La verdad es que
hace lustros que no paso por la consulta del médico, ni
falta que hace; todo me funciona como un reloj, pero no como un reloj cualquiera sino como los relojes de Ángel Manuel García, el Relojero Mayor del Reino, oiga.
Mis ambiciones se reducen a que durante las próximas décadas -la esperanza es libre- pueda seguir tomando mi tanque de
café matutino y dormir como un saco de patatas por las noches, condición
sine qua non de una salud perfecta. De hecho, como estoy tan
harto de oír a los viejos hablar de sus achaques -que si la ecografía de la resonancia y la radiografía de la analítica- he decidido de una
vez por todas que siempre estaré sano y de buen humor, hasta el día de
mi muerte. ¡Me moriré sanísimo, seré el cadáver más sano del cementerio!
Hubo una época en que amaba a otros, ahora ya me limito a quererme yo mucho. Olé, olá,
cada día me quiero más, como unidad de destino en lo universal y como conjunto de partes autónomas pero dependientes. Soy mi propia Península e islas adyacentes, un continente con un contenido que no te quiero ni contar. Y como en breve no podremos gritar Viva España porque a nuestra patria le queda un telediario, pues yo gritaré, ¡Viva Luis Español! Y que viva por muchos años. Hala.