Ante la vida sólo tienes dos actitudes posibles: o peleas o te rindes. No hay más.
El sendero de la rendición es comodísimo; la tristeza es un tobogán por el que te deslizas a toda pastilla; un día te despiertas desanimado, al siguiente estás ya más tocado y poco a poco te vas hundiendo en el Gran Charco. Eso se ve sobre todo en los viejos: llega un día en que deciden dejar de luchar, de caminar, de moverse, de hacer cosas; es el punto de inflexión: a unos no les llega nunca, y a otros muy jóvenes. Cuando alcanzas ese extremo, o reaccionas o te mueres.
No sé vosotros, pero a veces uno se levanta con el pie izquierdo; ves que las cosas no cuadran o no acaban de salir, que las perspectivas se abortan y los días parecen especialmente sombríos. Sin embargo el ejemplo de los que se enfrentan a la vida a martillazos consigue ponerte de buen humor. Seguro que habéis oído alguna vez el Don't give up de Peter Gabriel y Kate Bush. Creo recordar que la ONCE utilizaba el estribillo en un anuncio: Dont give up / Cause' you have friends / Don't give up / Youre not beaten yet / Don't give up / I know you can make it good.
On ne se bat pas dans l'espoir du succès
Conozco muchas historias de éxito, de gente que no se ha rendido; de personas que, con su ejemplo, te sacan de la pasmación del desánimo. Y cuando hablo de éxito no me refiero sólo a aquellos cuya historia tuvo un final feliz tralalí chin pon con un lacito alrededor sino también a quienes ante un fracaso anunciado e inaplazable, han seguido agitando la espada contra los fantasmas como Cyrano en el momento de su muerte: je me bats, je me bats, je me bats...
Pienso, por ejemplo, en los españoles en el campos de exterminio de Mauthausen, que esperando la muerte -inapelable- tuvieron las narices de montar una comparsilla y organizar un partido de fútbol: Mais on ne se bat pas dans l'espoir du succès. Non! Non! C'est bien plus beau lorsque c'est inutile.
Admiro mucho a los que saben morir, a los que se sacrifican, para dar una oportunidad a otros, a los suyos; a Petrarca no le faltaba razón y sin duda un bel morir tutta la vita honora; pienso en Leónidas y sus espartanos, o en los valientes y sacrificados héroes que están friéndose hoy a radiaciones en Fukushima para tratar de conjurar un desastre nuclear. Con ellos, para siempre, nuestro respeto y nuestro agradecimiento.
Pero la más bella de las muertes es menos admirable que la vida misma y me siento todavía más en deuda con los que se atreven a vivir, a nadar contracorriente y se enfrentan de tú a tú, de poder a poder, con las dificultades en lugar de dejarse arrastrar por un sino adverso. Porque su ejemplo es un aliciente y un motor para mí y supongo que para vosotros también.
Confieso que una de las culpables que yo vaya sembrando de pánico y dolor las carreteras de Europa es una querida pariente mía. Somos primos terceros -nuestro parentesco se remonta a un tatarabuelo nacido en 1789- pero tenemos mejor trato del que tienen tantos familiares en este duro país en que muchos hermanos ni se hablan y los padres se mal llevan con los hijos. Siendo niña, mi prima sufrió de poliomielitis. La consecuencia fueron trece operaciones quirúrgicas. Se desplaza con un par de muletas y una silla de ruedas que lleva en el cofre de su coche. Mi prima vive su vida, trabaja, y conduce: es una independiente. A veces se hace daño, porque se cae y se rompe algo. Pero se levanta y vuelve a empezar. Un día tomando un café en una terraza junto al Retiro me dijo: "Luis, si yo estando como estoy, me he sacado el carné de conducir, ¿no te lo vas a sacar tú?" Tardé, sin duda, porque el carné está por las nubes y uno es torpecillo, digo, pero al final aprobé el dichoso permiso y desde ese día las carreteras viven bajo la ley del terror sufriendo la nueva versión de Mad Max.
Ayer leí en Aciprensa que la joven Jessica Cox, que no tiene brazos, pilota un avión con sus pies. Recientemente visitó al Papa Benito para regalarle una medalla que le dieron los del libro Guinnes. Al Papa le regalan muchas chorradas durante sus viajes oficiales o con ocasión de las audiencias, bla, bla, tralalá, Santidad por aquí, Santidad por acá; pero la verdad es que dudo que nunca le regalen nada más bonito que esa medalla.
Mi amigo Ernesto era tartaja con trece años y aprendió a hablar solo, a voces, en los bosques de la Galicia de su infancia. Ahora es un orador, da cientos de conferencias, tiene miles de horas de radio a sus espaldas y ha impartido ni se sabe cuántas clases en la Universidad. También enseña a hablar.
El milagro de Anne Sullivan
La grandeza del ser humano consiste en no rendirse, recordando esa dura y admirable lección de que si nosotros somos nuestros principales enemigos, también es cierto que las limitaciones que nos impone la naturaleza y la vida, las podemos levantar una y otra vez. Con voluntad; con el deseo renovado de mejorar.
No sé si recordáis El milagro de Ana Sullivan, bellísima película dirigida por Arthur Penn, que se estrenó en 1962 con el título original de The Miracle Worker. Penn fue uno de los grandes, y recuerdo de él también La jauría humana y Pequeño gran hombre. La película es la versión cinematográfica de la homónima novela de William Gibson que retoma el testimonio de una joven, Helen Keller, ciega y sordomuda, que consiguió salir de su aislamiento gracias al ímprobo esfuerzo de una pedagoga extraordinaria, Anne Sullivan. Te puedes comunicar con un ciego por medio del sonido, o con un sordo por medio de la vista, pero ¿cómo demonios le puedes enseñar a alguien a comunicarse cuando le faltan, desde niño, la vista y el oído?
Recuerdo perfectamente el momento de la película en que Hellen entiende por primera vez el significado de las señas que le enseña Anne y repite, deformados los sonidos "uaaa" por water.