Chocolates, puritos y conversaciones durante horas y horas... El Café Gijón es uno de los puntos fuertes de la literatura española, uno de los protagonistas de La Colmena. Como el Gijón suena más a historia de la literatura y yo prentendo ser el presente, voy más por El Espejo, que está justo enfrente de la Biblioteca Nacional, a treinta metros del Gijón. Cuando se prohibió el tabaco las tertulias interiores murieron y sólo resucitan en las terrazas exteriores. Aunque no fumo, no me molesta tener a mi lado a grandes escritores que parecen chimeneas ambulantes.
Ayer varias columnas de izquierdistas tomaron Madrid: la Horda de la Dignidad. Y para mejor dignificar su causa o lo que sea por lo que se manifestaban, quemaron el contenedor de basura de abajo de mi casa. También destrozaron el Gijón y el Espejo, y no pudieron pegarle fuego a la Biblioteca Nacional porque estaba cerrada. Adiós amables veladores, adiós viejos amigos admirables y tan interesantes, adiós España de libros y lectores, los malos han ganado, la calle es suya y hacen lo que quieren.
Tras la orgía de violencia estúpida, habló un tal Willy Toledo, uno de esos representantes de la izquierda española que odian los libros y prohiben las neuronas, dispuesto a todo para imponernos el Estado de Felicidad, el paraíso socialista que disfrutan los súbditos de Fidel y de Maduro. El payasete que vive en Cuba en un chalé obsequio de Fidel acabó su discurso y se largó; los pacíficos papanatas que le hicieron el juego se fueron a sus casas o a sus autobuses. Y mi pobre café Espejo quedó allí, herido, con sus cristales rotos...
En estos días que tanto se elogia la figura de Adolfo Suárez, y no digo que no haya que hacerlo, me pregunto si tanto espíritu de concordia mal entendido nos ha traído hasta aquí, si el consenso mal equilibrado es causa de esta situación, si no cabe mano dura para mantener el orden y no el papel de fumar. Me duele ser parte de un país de papanatas y acomplejados.
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