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LA CITA DEL MES: Cyrano de Bergerac

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lunes, 30 de diciembre de 2019

Españoles sin España, una esperanza

Fuente: ABC, artículo enlazado.

La identidad española sobrevivirá a la destrucción del Estado español.

Un artículo de ABC de hace cuatro años se hacía eco del hallazgo de una moneda de dos mil años de antigüedad, acuñada en Segovia, que llevaba las mismas siete letras de la vieja ciudad castellana. Y es que las cosas más arcanas a veces permanecen, en el duro metal de las monedas o en el durísimo acero de la memoria colectiva y heredada, superando el tráfago de los siglos... Tengo infinita simpatía por griegos, judíos y armenios que han demostrado a lo largo de dos milenios que las identidades podían sobrevivir a pesar de la destrucción de los Estados o de la persecución religiosa. La creación del Estado griego, en el siglo XIX, la independencia de la República de Armenia en 1991 o la creación del Estado de Israel en 1948,  tras los sendos genocidios experimentados por armenios y judíos, demuestran que la voluntad de permanencia supera con creces cualquier adversario cuando existe una base cultural o religiosa sólida. Y es que, como publiqué en alguna ocasión, el patriotismo es una historia de amor, y el amor permanece a pesar de todos esos odios que acompañan al nacionalismo.

La destrucción programada de España -me refiero al Estado español- con la anuencia y el aplauso de la España oficial y la complicidad de las autoridades políticas y judiciales europeas, no sé si se completará en esta legislatura o en las siguientes. Pero tengo fe y esperanza en los españoles, en la lengua española y en la identidad española que persistirá a pesar de que el Estado español es harto probable que acabe destruido por unos insensatos. Si el Estado español probablemente desaparezca en breve, España como realidad, sobrevivirá a todas las fantasías separatistas, a toda la locura de nuestras izquierdas, y a todas las divisiones de nuestras derechas.

Mi propio apellido tiene mil años y es muy anterior a la España unida de los Reyes Católicos, es de origen provenzal languedociano como demostró en un ya clásico artículo Aebischer, y surgió en el sur de Francia -quizá por la zona de Domezain- sin duda para denominar a lugareños que provenían de la península y cuyos descendientes regresaron a España como vasallos de los vizcondes de Bearn y de los reyes de Aragón...

Fuente: artículo a pie de página
He sentido una honda emoción, esta mañana, al leer un viejo artículo del Faro de Vigo que hablaba de unas monedas que yo desconocía, acuñadas en Sicilia durante el II siglo antes de Cristo, con la leyenda HISPANORUM. Fueron acuñadas por los descendientes de mercenarios hispanos que quisieron recordar su origen, en la lejana Sicilia. Gente oriunda de la Península mucho antes de que existiera nada parecido a un Estado español, quiso recordar su origen, su patria chica en un mundo en que no existían naciones sino ciudades e imperios.

Quizá este año que viene presida el Alcibíades socialista la destrucción del Estado español como lo conocíamos, o se inicie un nuevo proceso constitucional que acabe con la locura separatista respaldada por el desastroso modelo territorial. No lo sé. No soy optimista al respecto, porque el haber entregado la educación a los separatistas ha consistido en regalarles nuestro futuro. Pero nuestra lengua, tan perseguida en la España peninsular y en Baleares, sobrevivirá probablemente en las Américas, y nuestra identidad permanecerá. Millones de españoles con pasaporte extranjero se tomarán las uvas con otros relojes que no serán el de la Puerta del Sol, millones de extranjeros de origen español imitarán a aquellos magníficos republicanos que durante su largo exilio celebraban la Navidad añorando su patria natal, algo que plasmó Carlos Semprún en el título de su novela, L’An prochain à Madrid (1975), “El año que viene en Madrid”.

Os pongo un enlace (aquí) con la página donde podéis descargaros un fascinante artículo de Luis Amela Valverde sobre esas monedas sicilianas, por si fuera de vuestro interés.

domingo, 25 de febrero de 2018

Patriotismo: una historia de amor

El patriotismo es al nacionalismo lo que un koala a una hiena: ambos son mamíferos y tienen cuatro patas, pero ahí se acaba el parecido, o como sentenciaba el admirable Romain Gary, Le patriotisme c’est l’amour des uns, le nationalisme c’est la haine des autres. El nacionalismo es un monstruo conocido, al que los juristas, ensayistas e historiadores han dedicado ríos de tinta y por el que los nacionalistas han derramado océanos de sangre. Hablemos pues del patriotismo, que es algo bien distinto, puesto que consiste en una auténtica historia de amor.
El Diccionario de la Real Academia Española sólo ofrece dos acepciones de patriotismo, ambas congruentes, escuetas y muy interesantes si afilamos el lápiz. La primera es “Amor a la patria”. La segunda es “Sentimiento y conducta propios del patriota”. Así que el patriotismo es una historia de amor, y el amor exige una conducta porque obras son amores y no buenas razones.

El patriotismo es amor, decimos. ¡Pero hay muchos tipos de amor! Hay amores obsesivos, propios del que para amar necesita cargar al amado de cadenas. Ese sería el patriotismo de los que creen que amar a España consiste en esclavizarla.

Hay amores desesperados: el de quien profesa un amor que sabe imposible, como el infeliz desechado por su amor. Son los patriotas de las patrias perdidas en el tiempo, los exiliados que amaron la España a la que no pudieron volver, o los que, todavía hoy, aman la España de Franco o la de la II República, sin calibrar que el tiempo lo devora todo y el recuerdo de todo; que el amor es presencia y si no es presencia, es dolor.

Hay amores constructivos y sanos, el de quien busca crear una familia, entablar un proyecto, que sueña con compartir un amor, con amar y ser amado. Ese es el patriotismo inteligente de tantos millones de españoles que todas las mañanas salen a trabajar y darse de martillazo con la vida, que se casan, que tienen hijos y los crían y los quieren; que pagan sus impuestos, que se ocupan de sus padres mayores, que dedican su tiempo libre a los demás. España existe exclusivamente gracias a esos millones de españoles que dan sin contar, que sostienen nuestra sociedad, que edifican el presente. Y da exactamente igual que sean conscientes o no de que son patriotas, de que griten o no griten “¡Viva España!”. No por ello dejan de amar a España; y es que hay amores expansivos que vocean su esperanza y su entusiasmo por las plazas y por encima de los tejados, amores que ni pueden, ni quieren ni saben ocultarse; pero también hay amores tímidos y discretos, casi vergonzantes, pero no por ello menos intensos o menos auténticos.

El amor no tiene por qué ser exclusivo. Puedes amar a tu patria chica, a tu patria grande que es España, a tu patria enorme, la Hispanidad y a tu patria absoluta, la Humanidad. No son amores incompatibles, en absoluto. Sólo un mentecato puede pensar que no puedes amar a la vez Barcelona, Cataluña y España. ¡El amor es generoso!

Menos clara es la definición que nos da el mismo diccionario de la RAE de “patria”. La patria sería la “tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos” y en una segunda acepción, el “lugar, ciudad o país en que se ha nacido”. Así, en patria confluyen dos realidades, lo que viene dado y no podemos cambiar —allí donde nos nacieron— y los afectos o sentimientos que tengamos al respecto.

El patriota español es el español que ama a España. Que la patria sea una condición dada, anterior, como el lugar del nacimiento, explica que no llamemos compatriotas a quien ama a España sin ser español, como los hispanistas, maravillados desde hace siglos por nuestro ser, nuestras letras o nuestra historia, o como los millones de turistas que nos visitan y vuelven todos los años. Nos quieren, pero no los llamamos compatriotas porque no son españoles de condición, aunque sin duda muchos de ellos merecerían serlo.

Si compañero es, etimológicamente, quien comparte el pan conmigo, entonces compatriota será quien comparte patria conmigo. Pero mi compatriota no tiene por qué ser patriota. Muchos de nuestros compatriotas no son patriotas. Al contrario, muchos españoles odian serlo y los peores son los separatistas. Si el patriotismo es una historia de amor, el separatismo es un relato de odio, en estado puro. Es la peor forma de odio, la del que se odia a sí mismo y aborrece aquello que le vincula a los demás. El separatista no quiere que le demos algo a él sino que pretende quitárnoslo a todos; el único derecho que reivindica consiste en despojarnos de los nuestros sobre territorios que él considera suyos en exclusiva. El separatista es idéntico al chiflado que roba un cuadro de un museo, donde él también lo puede ver y disfrutar como todos los demás, y se lo lleva a su casa para ser él el único en contemplarlo. Su placer consiste precisamente en privarnos a los demás de ese derecho; y, por lo tanto, no debemos permitírselo. Nunca.

Publicado en El Español el 05.06.2017

sábado, 17 de abril de 2010

Cuatro cuerpos gloriosos


Las grandes sociedades honran a sus muertos
El día amanece triste con la noticia y se me ha puesto el corazón a media asta: cuatro marinos españoles muertos en un accidente de helicóptero: Francisco Forné Calderón, teniente de Infantería de Marina, casado y con tres hijos; Luis Fernando Torija Sagospe, comandante del Cuerpo de Intendencia, casado y con dos hijos; Manuel Dormido Garrosa, alférez de navío, casado y con un hijo, y Eusebio Villatoro Costa, cabo mayor de Infantería de Marina, de 41 años, casado y sin hijos.
Según el INE, todos los días falllecen en España algo más de mil personas -si no incluimos a los que abortan en la tripa de sus madres- y nacen unas mil seiscientas. Nos fijamos más en algunos muertos; de los demás no sabemos nada.
Hoy los medios focalizan nuestra atención sobre esas cuatro personas, unos militares fallecidos mientras cumplían con su deber, allá, lejos, en Haití, en el marco de la colaboración internacional para levantar un país abrumado. ¿Puede imaginarse final más glorioso que  el de quien entrega la vida por su patria y por ayudar a los demás? Detrás quedan cuatro viudas y seis hijos, diez soledades a las que no consolarán medallas ni homenajes pero que podrán pensar, en su desgracia, que sus maridos y sus padres murieron mientras ayudaban a los más pobres entre los más pobres.
Las sociedades que tienen futuro -¿será España una de ellas?- recuerdan su pasado y honran a sus muertos; porque aunque no llevemos su sangre en nuestras venas, somos sus parientes; porque murieron por nosotros, por ese pedacito de trapo que llamamos bandera.
Son alguien más de la familia. Y esto es así porque, mal les pese a los neocón, somos todos una gran tribu, una verdadera comunidad, y no entes abstractos sacados de un cuaderno de Milton Friedman. Como decía la fabulosa canción de las hermanas Sledge, We Are Family.
Seguro que muchos os acordáis del concierto de la BBC en honor de los miles de víctimas del atentado de las Torres Gemelas. Una parte particularmente emotiva fue la interpretación del famosísimo Adagio for Strings de Samuel Barber, una de las grandes piezas del siglo XX, y que podemos oír de nuevo, pensando en nuestra propia gente, en esos cuatro cuerpos gloriosos todavía no recuperados de un helicóptero destrozado.
Es una versión para coro y orquesta, Agnus Dei, interpretada por las voces del Trinity College de Cambridge.