Las catedrales no llevan firma, ¿para qué? Tampoco llevan firma el
viento que acaricia las amapolas de un trigal, ni la espléndida agonía del crepúsculo sobre la Sierra; no llevan firma las olas, ni los pájaros del cielo, ni la piel recordada de un amor. Y es que las obras son mejores
que sus autores y las leyes mejores que los legisladores; Dios es
infinitamente mejor que sus pastores y la Historia sobrevivirá a todos
los historiadores.
Hace unos días leí un pesadísimo artículo de un famosísimo historiador -no le podemos negar ese título- que siguiendo su inveterada costumbre no cita ningún dato que vaya en contra de sus tesis a pesar de conocerlos perfectamente, porque se le puede acusar de todo menos de ser un indocumentado, y de tonto no tiene ni la sombra de un pelo. Pero él quiere vender su verdad, su versión de los hechos, su Cuento de la Buena Pipa... Y ya se sabe, si los datos contradicen una buena teoría, con suprimir los datos, hacemos buena la teoría.
Tanta estupidez me ha dejado asombrado, sobre todo por su profunda inutilidad. Cuántos se molestan en mentir, en elaborar sabios embustes... Ardid
estéril, al final la verdad se impondrá: ¡todo se conoce! ¡Todo se acaba
sabiendo! Mentir no sólo es malo, además no sirve para nada. Por mucho ruido que metan los falsarios, Clio seguirá interpretando la música del tiempo.
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